Cuenta
el fiel secretario Viglietti en su crónica que el 16 de agosto de 1886 Don
Durando, prefecto de la Congregación, entró en la habitación de Don Bosco y
cogió todo el dinero del que Don Bosco disponía en ese momento para poder hacer
frente a pagos imperiosos de la casa.
Apenas salió de la habitación, entró
una persona que esperaba para ver a Don Bosco y del que el secretario no ha
trascrito el nombre. El anónimo personaje se sintió sorprendido al escuchar de
Don Bosco:
- Perdone si le he hecho esperar. Ha venido el
prefecto de la Congregación y se ha llevado todo el dinero que tenía… y aquí ha
quedado el pobre Don Bosco sin un céntimo…
- Pero Don Bosco… y si en este momento usted
tuviera urgente necesidad de una suma, ¿cómo haría?
- ¡Oh, la Providencia!, dijo Don
Bosco.
- Providencia, providencia… está bien… exclamó
aquel Señor. Pero ahora está sin dinero y
si tuviese necesidad no dispondría de nada.
Cuenta
Viglietti que Don Bosco lo miró con calma; sonriendo y con una mirada
“inspirada” le dijo a aquel señor que fuera a la antesala y que allí
encontraría una persona que traía un donativo para Don Bosco.
- ¿Cómo dice? ¿De verdad? ¿Y quién se lo ha dicho?
- Nadie me lo ha dicho… Yo lo sé y lo sabe María
Auxiliadora. Vaya, vaya a ver.
Se
acercó a la antesala y, en efecto, allí había un señor al que le preguntó:
- ¿Viene usted a ver a Don Bosco?
- Sí… vengo a entregar un donativo a Don Bosco.
Todos se
quedaron de piedra. La Providencia. Siempre la Providencia. La que nunca abandonó a Don Bosco y siempre salió al
paso de sus necesidades por muy acuciantes que éstas fueran. Don Bosco lo sabía
y confiaba.
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