domingo, 26 de febrero de 2012

Don Bosco y el Príncipe


Aquel día la antesala de la habitación de Don Bosco estaba repleta de personajes ilustres. Era el 24 de noviembre de 1887. Uno de los herederos de la corona de Polonia, Ladislao Czartoryski, saludaba a Don Bosco algo contrariado. Su cojera parecía aún más acentuada que en otras ocasiones. Lo cierto es que el príncipe andaba disgustado. Augusto, uno de su hijos fruto de su primer matrimonio con María Amparo Muñoz y Borbón infanta de España, había decidido renunciar a sus derechos dinásticos y hacerse salesiano. Nunca vio con buenos ojos la decisión de su hijo y trató muchas veces de disuadirlo. Pero aquel día había decidido acompañarlo, quizás albergando todavía la esperanza de algún día se arrepentiría. Era la toma de sotana de Augusto.

Augusto tenía veintinueve años. Conoció a Don Bosco cuando tenía veinticinco en París, durante una de las visitas del santo a la capital francesa en 1883. Sirvió la misa a Don Bosco durante una recepción con su familia y otras familias nobles en el hotel Lambert donde se alojaban. Quedó cautivado por su figura. Su decisión de ser religioso, en cuyo discernimiento se debatía desde hacía algunos años, quedó definitivamente tomada al sentirse identificado con el espíritu salesiano que aquel sacerdote turinés encarnaba de forma atrayente y seductora.

No fue fácil el camino. Su familia se resistía. El propio Don Bosco no veía claro la conveniencia de aceptar a un príncipe entre sus hijos, aún reconociendo desde el primer momento la valía y la virtud del candidato. Expresó en más de una ocasión sus reservas por la condición social de Augusto y por la dificultad de renunciar a sus derechos de sucesión dinástica así como por su delicada salud. El mismo Papa León XIII en persona intercedería ante Don Bosco para que lo aceptase en la Congregación. Finalmente, nuestro padre accedió. Tras renunciar a todos sus derechos, realizó un breve aspirantado y comenzó en 1887 su noviciado bajo la experta mirada y el sabio acompañamiento de Don Barberis.

El día de la imposición de la sotana, en Valdocco, el cronista Viglietti refleja el acontecimiento con gran satisfacción y reconociendo la importancia del momento:

“A las dos cuarenta y cinco comenzó la función en la Iglesia (…) Se cantó el Veni Creator y Don Bosco siempre asistido, acompañado, ayudado por Don Rua y por mí, descendió del altar, bendijo la sotana y cumplió la conmovedora función. Don Rua tomó la palabra y habló como haciendo las veces de Don Bosco. Se decía: Don Bosco no habría podido decirlo mejor (…) ¡Cierto es que este es un día memorable para la Congregación!”

Augusto haría su primera profesión en 1888, meses después de la muerte de Don Bosco. Pero conservó siempre en su mente y su corazón la paternidad de aquel que en París, en plena búsqueda de su proyecto vital, le mostró un camino que le hacía muy feliz. Seguir a Jesús, desprendido de sus bienes, supuso para él encontrar el tesoro y venderlo todo para comprar el campo. Procuró vivir con fidelidad su vocación y la identificación con su Señor. Superando graves interferencias por parte de su padre, en abril de 1892 fue ordenado sacerdote. Justo un año después, el 8 de abril de 1893, murió en Alassio dejando en todos un testimonio de radicalidad evangélica y aceptación de la voluntad de Dios.

Augusto fue beatificado por Juan Pablo II en el año 2004. La santidad llama a la santidad. El joven príncipe, subyugado por la santidad de Don Bosco, fue dócil a la gracia que hizo en él maravillas. Gracias, Padre, porque has revelado todo esto a la gente sencilla.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Tez morena y corazón llagado



Sabemos bien que en la historia de nuestro pueblo se han cumplido muchas veces las palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla (Lc 10, 21). Así es, sin ninguna duda, en la vida y en la historia de Sor Eusebia Palomino.

Nacida en el seno de una familia muy pobre, sus orígenes son más que humildes y su trayectoria vital está marcada por la necesidad, la dependencia de la solidaridad ajena y el trabajo en edad temprana. De tez morena, poca estatura e ingenio despierto, Eusebia creció con una extraordinaria sensibilidad religiosa que, acompañada con el clima familiar y la transmisión de la sencilla fe de sus padres, forjaron en ella una personalidad fuertemente creyente. Dócil al Espíritu, se dejó modelar por Él y la gracia hizo maravillas en su corazón joven.

Conoció a Don Bosco en contacto con las Hijas de María Auxiliadora en Salamanca. Frecuentó el Oratorio y se identificó de inmediato con la espiritualidad salesiana a la que María Mazzarello puso rostro femenino. Junto a ellas, abrigó el deseo de convertirse, también ella, en monumento vivo a la Virgen. Trabajó con mucha humildad para merecer, a pesar de su poca preparación intelectual, formar parte del Instituto. Eusebia estaba convencida de que “si cumplo con diligencia mis deberes tendré contenta a la Virgen María y podré un día ser su hija en el Instituto”.
Y así fue. Dios, en su providencia, preparó el camino para que en agosto de 1922 pudiera comenzar su noviciado. El Señor la colmó de bienes y, como siempre sucede a los humildes, la llevó en la palma de su mano con un amor de predilección.
Por fin su sueño se vio cumplido. El 5 de agosto de 1924 profesó como Hija de María Auxiliadora consagrándose al Señor para siempre. En su corazón un plegaria humilde que le acompañará toda la vida: “Señor, tú eres mi Dios, fuera de ti no tengo ningún bien…”
Valverde del Camino sería su Valdocco particular, su personal Mornese. Allí pasaría toda su vida salesiana, desde 1924 hasta 1936. A pesar de un rechazo inicial hacia aquella monja tan poquita cosa, pronto comenzó a ganarse el corazón de las niñas y jóvenes que venían a la escuela, al oratorio, a la catequesis. Para todas tenía una palabra de bondad y un gesto amable. Se preocupaba por cada una, se interesaba por sus familias, a todas hacía el bien.
Trabajó en los oficios más humildes y, como le sucedió a la gran santa de Ávila, encontró a Dios entre los pucheros. Contemplativa, llevó adelante al mismo tiempo una imponente acción caritativa en el pueblo. Algunos huevos, unas naranjas, un poco de sopa, un pedazo de pan… todos encontraban la puerta trasera de la cocina abierta sin que la mano derecha supiese lo que hacía la izquierda.
Con la mirada profética y la visión que Dios da a los puros de corazón contempló el futuro invitando siempre a la esperanza. Su corazón llagado se identificó hasta el extremo con el amor de su Señor crucificado. Uniendo su destino con el de su Maestro, entrego la vida por puro amor hasta el final. Su muerte fue un grito desgarrador en las entrañas de cuantos la conocieron. Su vida, un signo luminoso de la presencia de Dios que hace cosas grandes con los más pequeños. Una vez más, los humildes son levantados para confundir la presunción de los poderosos. En Eusebia, el Evangelio de los pobres se hace Buena Noticia encarnada en una piel morena y un corazón atravesado. Sor Eusebia de los pobres, ruega por nosotros.