domingo, 28 de marzo de 2010

ERA EL DIA DE PASCUA

Mis queridos amigos:
Hace tan solo unas semanas me encontraba en Valdocco y tuve la oportunidad de disponer de una mañana entera para estar tranquilo, reflexionar y rezar en la capilla Pinardi. No pude evitar sentir, como tantas otras veces cuando vuelves a casa después de un largo tiempo, una emoción sin límites al recordar nuestra historia, nuestros orígenes y, sobre todo, a nuestro padre.
Todo comenzó en un cobertizo. Hoy, la capilla Pinardi recuerda con un estupendo fresco del Resucitado en el frontal de la pequeña iglesia que aquel domingo de abril, cuando Don Bosco y sus muchachos llegaron a aquel lugar, era Pascua. Él mismo lo recuerda en las Memorias del Oratorio:
“Reuní a los chicos a mi alrededor y me puse a gritar con voz potente: ‘Ánimo, hijos míos, ya tenemos un Oratorio más estable que en el pasado; tendremos iglesia, sacristía, locales para clases y terreno para jugar. El domingo iremos al nuevo Oratorio que se encuentra allá en casa Pinardi’, y les señalaba el lugar (…) Al domingo siguiente, solemnidad de Pascua, 12 de abril, trasladamos todos los enseres de la iglesia y los juegos, para tomar posesión del nuevo local”.
Don Bosco recordó bien aquella fecha. Era Pascua de Resurrección. Como si de un nuevo renacer se tratase, como si Cristo Resucitado, liberado de los lazos de la muerte, abriese de nuevo en dos el mar para que Don Bosco y sus muchachos, atravesando hacia la otra orilla, llegasen la tierra prometida: Valdocco era el cumplimiento del sueño, el lugar señalado por Dios para llevar adelante su obra liberadora a favor de los jóvenes más abandonados y en peligro.
Y lo cierto es que la espiritualidad salesiana, nacida al hilo de la vida en aquellos años de acción significativa del Espíritu, es profundamente pascual. Es una espiritualidad de la vida nueva, de la alegría y de la fiesta, de la confianza en el Padre, de la oportunidad – siempre actual – de recomenzar para aquellos muchachos que han perdido expectativas en el margen de la historia.
Es una espiritualidad muy pegada a la realidad pero profunda y con hondas raíces. Sencilla en sus formas pero con la frescura de quien bebe cada día en las fuentes más auténticas del encuentro con el Resucitado en la Eucaristía, en la Palabra, en la entrega a los que más lo necesitan.
Así educó Don Bosco a sus muchachos. Así seguimos viviendo todos los que hemos respirado el aire del carisma salesiano. Lo recordaba hace unos días ante el imponente Cristo Resucitado que preside el templo a Don Bosco en I Becchi. Justo sobre el lugar donde Don Bosco nació, la imagen del Resucitado nos recuerda que Dios envió a un hombre, cuyo nombre era Juan, e hizo de él buena noticia liberadora para los jóvenes de todos los tiempos y de su historia, historia salvadora.
Como una nueva creación, la obra salesiana es el cumplimiento de la promesa de Dios. Su Hijo nos ha invitado al banquete del Reino y ha hecho de nosotros personas nuevas.
Hoy, los salesianos y los que compartimos corresponsablemente el espíritu y la misión de San Juan Bosco, como testigos del Resucitado estamos comprometidos a acompañar a los jóvenes hacia une tierra nueva que mana leche y miel.
Cuando dentro de unos días celebremos la Pascua, no nos olvidemos que hay caminos nuevos por los que caminar, junto a los jóvenes, hacia la estatura de Jesucristo, el Señor de la Vida.
Buena semana. Buena Pascua del Señor.
Vuestro amigo, José Miguel Núñez

domingo, 21 de marzo de 2010

DOMINGO DE RAMOS EN TURIN

Mis queridos amigos:
El Domingo de Ramos de 1846 fue 5 de abril. En aquellos días Don Bosco andaba preocupado por dar una sede estable a su incipiente Oratorio. El tiempo se agotaba sin encontrar una solución después de los últimos intentos fallidos. El alquiler del prado Filippi no resulto. Tuvieron que abandonar el lugar semanas más tarde porque el dueño les había dado un ultimatum ante los destrozos de cada domingo. Los habían echado de todas partes y cerrado las puertas de donde había llamado con la esperanza de una respuesta positiva.
La dificultad, la incertidumbre y la soledad de aquellos momentos las narra él mismo con mucha crudeza en las Memorias de Oratorio:


“Al contemplar aquella multitud de niños y jóvenes, yo pensaba en la rica mies que esperaba a mi sacerdocio y sentía mi corazón estallar de dolor. Estaba solo, sin ninguna ayuda, casi sin fuerzas y con la salud debilitada, y ya no sabía donde reunir a mis pobres muchachos. Para esconder mi dolor, vagaba por sitios solitarios. Recuerdo que se me llenaron los ojos de lágrimas... Entonces, levantándolos hacia el cielo, supliqué: “¡Oh Dios mío! Indícame un lugar en el que pueda reunirme el domingo con mis chicos o dime que he de hacer…”.

Estas palabras fueron escritas mucho más tarde, pero revelan el sufrimiento de unos momentos duros que quedaron marcados en su mente y en su corazón aquel domingo de pasión.
Solo, sin ayuda, casi sin fuerzas… Una situación extrema que Don Bosco vivió intensamente hasta el punto de experimentar un gran dolor en el corazón. Sentía, quizás, que todos los esfuerzos habían sido en vano y que la débil obra apenas comenzada podría terminar en breve sin que hubiera podido hacer nada para evitarlo.
Sabía que sólo podía levantar los ojos al cielo: “Dime, Dios mío, que tengo que hacer…”.
No hubo ningún ángel. Solo un hombre llamado Pancracio Soave que, en nombre del Señor Pinardi le hizo una oferta inesperada:

- “He oído que el señor cura anda buscando un lugar para un laboratorio… Conozco uno. El cobertizo de un amigo mío que se llama Pinardi. Se lo alquila por 300 liras al año, con contrato…

Finalmente un techo. Un cobertizo, unas paredes en mal estado, un terreno… las primeras raíces. Casi cinco años tardaría Don Bosco en comprar la casa Pinardi y los terrenos adyacentes, pero la semilla estaba plantada. Dios escuchó. Y Don Bosco comenzó a sentir más firme el suelo bajo sus pies.
Fue su particular domingo de pasión en aquel lejano 1846. Pero Don Bosco aprendía a confiar cada vez más en la Providencia en cada experiencia de provisionalidad, de abandono, de dificultad, de soledad. Dios abría siempre el camino e indicaba una senda nueva.
Con razón, aquel Domingo de Ramos, después de tantas incertidumbres, pudo decir a sus muchachos sonriente y entusiasmado: “¡El domingo que viene tendremos nuestro propio lugar para el Oratorio!". El 12 de abril de 1846, Don Bosco tomó posesión del cobertizo Pinardi. Su nueva casa. Nuestra Porciúncula. Aquel día fue el inicio de una nueva andadura. Era Pascua de Resurrección.
Vuestro amigo, José Miguel Núñez

domingo, 14 de marzo de 2010

SERÁ LA IGLESIA MADRE...

Mis queridos amigos:
De Todos es sabido el amor de Don Bosco por la Madre del Señor invocada como Consolación, Inmaculada y – sobre todo - auxilio de los cristianos. Así lo vivió desde muy pequeño en I Becchi y así lo transmitió a sus muchachos en el Oratorio cuando María era sentida como de casa, la madre de todos los días que nunca abandona a sus hijos.
En plena madurez de su obra a favor de los jóvenes pobres, pocos años después de los primeros pasos de la Congregación Salesiana, el santo de Turín concibe el proyecto de construir una gran Iglesia dedicada a María Auxiliadora. Será, dirá a sus muchachos, la Iglesia Madre de la Congregación.
Pero ¿de dónde sacará los recursos? Como reconoce una noche de 1862 a uno de sus muchachos, Pablo Albera, “No tengo un centavo, no sé de dónde sacaré el dinero, pero eso no importa. Si Dios lo quiere se hará”.
Una vez más el sueño y la confianza. Una vez más la tenacidad ante proyectos que parecen inalcanzables para quien tiene entusiasmo y buen ánimo pero los bolsillos vacíos. Y sin embargo, el soñador está cierto de que la empresa se llevará a cabo porque “el Señor lo quiere”. Como si de un pacto con la eternidad se tratase, Don Bosco ejecuta sus “negocios” al dictado de un proyecto que parece rozar lo sobrenatural. En aquel mismo año de 1862, Juan Cagliero – otro de sus chicos del Oratorio - , confiesa que Don Bosco le habló de su proyecto. Su testimonio quedó recogido en las Memorias Biográficas:

En 1862 me dijo Don Bosco que pensaba construir una iglesia grandiosa y digna de la Virgen Santísima.
- Hasta ahora, dijo, hemos celebrado solemnemente la fiesta de la Inmaculada. Pero la Virgen quiere que la honremos con el título de María Auxiliadora: corren tiempos muy tristes y necesitamos que la Virgen Santísima nos ayude a conservar y defender la fe cristiana. ¿Y sabes por qué?
- Creo – respondí – que será la “iglesia madre” de nuestra futura Congregación, y el centro de dónde saldrán todas nuestras obras a favor de la juventud.
- Lo has adivinado, me dijo: María Santísima es la fundadora y será la gran sostenedora de nuestras obras”.

Y así fue. En 1863 comenzaron las obras y en 1868 se consagraba la nueva Basílica dedicada a María Auxiliadora. Como Don Bosco dijo en muchas ocasiones, la Virgen pensó a que llegara el dinero necesario. Naturalmente no sin grandes esfuerzos por parte del propio Don Bosco.
Milagro o no, lo cierto es que la audacia en el emprender grandes proyectos y la certeza de la ayuda divina, impulsaban el trabajo de nuestro padre que no se ahorró – sin embargo - fatigas y sacrificios para salir al encuentro de la Providencia.
“No tengo un centavo…”. ¿Cuántas veces se repetiría esta escena? Es el destino del pobre que todo lo espera y que ha decidido fiarse de quien en sueños susurra caminos nuevos por los que caminar con audacia y una pizca de temeridad.

Vuestro amigo, José Miguel Núñez

domingo, 7 de marzo de 2010

ALZAD LOS OJOS Y MIRAD HACIA LO ALTO

Mis queridos amigos:
Don Bosco escribió en 1847 un manual de oración para sus muchachos del Oratorio. Lo tituló “El joven instruido” y fue una referencia constante en la vida de Valdocco y de la futura Congregación Salesiana durante generaciones. No era tan sólo un manual, sino que además contenía una propuesta espiritual donde nuestro padre expresó su manera de entender la vida cristiana de los jóvenes.
En el prólogo, Don Bosco escribió:

“Queridos jóvenes, os amo de todo corazón y me basta que seáis jóvenes para que os quiera mucho (…) Alzad los ojos, hijos míos y mirad hacia lo alto…”.

Se trata, ni más ni menos, que de una propuesta de santidad juvenil. Un camino de espiritualidad muy en conexión con la vida de los muchachos, muy de todos los días, muy cercano a la realidad cotidiana. Don Bosco no pedía grandes “prácticas de piedad” a los chicos del Oratorio, pero les enseñaba siempre a hacer de lo ordinario algo “extraordinario”: era una propuesta que invitaba a levantar la mirada para fijar los ojos en Dios.
“Levantar la mirada hacia lo alto” es caer en la cuenta de que la presencia de Dios impregna la vida de cada día dándole un sentido nuevo y diferente. Es alzar los ojos de la tierra, del metro cuadrado que a veces tanto nos agobia, de aquello que no nos deja vivir tranquilos y nos roba la paz del corazón, de lo que nos desasosiega o no nos deja ser verdaderamente libres. Es, sobre todo, experimentar la cercanía de Dios que nos quiere y nos señala siempre un horizonte más pleno que alcanzar.
Para Don Bosco, la espiritualidad es la experiencia cotidiana y sencilla de la cercanía de Dios, de su bondad misericordiosa, de su preocupación por nosotros.
¿No fue eso lo que le enseñó Mamá Margarita en I Becchi? Cuando se sentaban a la puerta de la casa en las noches de verano, siendo Juan tan solo un niño, le invitaba a mirar a lo alto, a fijar la mirada en el cielo para ayudarle a comprender que Dios es un padre bueno que en su infinita bondad encendía las estrellas cada noche para nosotros.
Aquel humilde campesino creció convencido de que “un pedazo de paraíso lo arregla todo”. Siempre había una estrella que contemplar, un cielo que admirar, un agradecimiento que musitar en el silencio de la noche porque Dios se preocupaba siempre por sus muchachos y nunca los abandonaba. Estaba seguro de que, por muy fuerte que soplaran los vientos, la confianza inquebrantable en Dios iluminaba siempre, de forma nueva, la realidad.
Fue precisamente este “amor providente” de Dios que tantas veces experimento en su vida, el que Don Bosco quiso transmitir a sus muchachos. En “El joven instruido”, en su espiritualidad, la primacía la tiene siempre Dios y su amor de Padre.
Apuntemos siempre a lo importante. En nuestra propia experiencia creyente, en nuestra propuesta de crecimiento en la fe para nuestros jóvenes, no perdamos nunca de vista dónde está lo esencial: la espiritualidad juvenil salesiana es un camino sencillo hacia la santidad en el que aprendemos, desde la vida diaria, a mirar siempre hacia lo alto, a levantar los ojos hacia Dios. Y siempre habrá un cielo por el que agradecer, cada noche, tanta providencia.

Vuestro amigo,
José Miguel Núñez

miércoles, 3 de marzo de 2010

LA EPIDEMIA DE CÓLERA

En julio de 1854 la ciudad de Turín se disponía a hacer frente a una epidemia de cólera que amenazaba con hacer grandes estragos, sobre todo entre la población más débil y desprotegida. Desde las administraciones públicas se daban instrucciones para la prevención de manera que se pudiera hacer frente a la enfermedad en las mejores condiciones higiénicas y sanitarias posible.
Inevitablemente, a finales de julio, la epidemia empezó a golpear en los barrios más pobres extendiéndose con facilidad a toda la ciudad.
Don Bosco tenía albergados en casa a casi un centenar de muchachos e hizo todo lo que estuvo en su mano para que el Oratorio conservara condiciones higiénicas y los muchachos pudieran estar preservados ante la mortal enfermedad.
Pero enseguida se dio cuenta de que no era suficiente. No podía permanecer encerrado en su casa asegurando el cuidado de sus chicos mientras allá fuera la gente se moría y sufría lo indecible. Una vez más, la casa del pobre se hace cauce de solidaridad y Don Bosco decide proponer a sus muchachos unirse al movimiento de voluntarios que se está organizando por toda la ciudad. Un día, dijo a sus muchachos:

¿Quién quiere venir a ayudar a los enfermos de cólera?

Después de la sorpresa inicial, un grupo de aquellos chavales de la calle decidieron dar el paso adelante confiando en la palabra de Don Bosco: a nadie atacará el mal con tal de que nos confiemos a la Virgen y tratemos de vivir en la gracia de Dios. Y sin más seguridad que unas cuantas normas higiénicas y una gran fe en Dios, se pusieron en marcha con una generosidad increíble.
Solidaridad real, la de los muchachos de Don Bosco. No especularon. Sólo se fiaron del padre y, con él, pusieron su confianza en Dios y en la mediación materna de la Madre del Señor. No sabemos cuántos fueron ni sus nombres. Pero entre ellos estuvieron Miguel Rua, Juan Cagliero y Luis Anfossi, todos adolescentes entre los catorce y los diecisiete. Los tres, formarán parte, años más tarde del grupo que – con Don Bosco – fundará la Congregación Salesiana.
Ninguno de ellos, nadie en el Oratorio, fue golpeado por la enfermedad. Nadie se contagió. Se cumplió la promesa de Don Bosco. El trabajo de los chicos fue extraordinario. El periódico L’Armonia, dedicó una pequeña crónica a los jóvenes del Oratorio en su edición del 16 de septiembre:

“Animados por el espíritu de su padre más que superior, Don Bosco, se acercan con valentía a los enfermos de cólera, inspirándoles ánimo y confianza, no sólo con palabras sino con los hechos; cogiéndoles las manos, haciéndoles fricciones, sin hacer ver horror o miedo. Es más, entrando en la casa de un enfermo de cólera se dirigen a las personas aterrorizadas, invitándoles a retirarse si tienen miedo, mientras que ellos se ocupan de todo lo necesario”.

Todos en la ciudad admiraron su valor y su entrega generosa. Y es que en la escuela de Don Bosco se aprende a hacer de la solidaridad un estilo de vida, de la fe la razón de la entrega y de la confianza en la Providencia un impulso apostólico y audaz. De tal palo, tal astilla.