lunes, 23 de julio de 2012

Los enfermos de cólera

            En julio de 1854 la ciudad de Turín se disponía a hacer frente a una epidemia de cólera que amenazaba con hacer grandes estragos, sobre todo entre la población más débil y desprotegida. Desde las administraciones públicas se daban instrucciones para la prevención de manera que se pudiera hacer frente a la enfermedad en las mejores condiciones higiénicas y sanitarias posible.
            Inevitablemente, a finales de julio, la epidemia empezó a golpear en los barrios más pobres extendiéndose con facilidad a toda la ciudad.
            Don Bosco tenía albergados en casa a casi un centenar de muchachos e hizo todo lo que estuvo en su mano para que el Oratorio conservara condiciones higiénicas y los muchachos pudieran estar preservados ante la mortal enfermedad.
            Pero enseguida se dio cuenta de que no era suficiente. No podía permanecer encerrado en su casa asegurando el cuidado de sus chicos mientras allá fuera la gente se moría y sufría lo indecible. Una vez más, la casa del pobre se hace cauce de solidaridad y Don Bosco decide proponer a sus muchachos unirse al movimiento de voluntarios que se está organizando por toda la ciudad. Un día, dijo a sus muchachos:

¿Quién quiere venir a ayudar a los enfermos de cólera?

Después de la sorpresa inicial, un grupo de aquellos chavales de la calle decidieron dar el paso adelante confiando en la palabra de Don Bosco: “a nadie atacará el mal con tal de que nos confiemos a la Virgen y tratemos de vivir en la gracia de Dios”. Y sin más seguridad que unas cuantas normas higiénicas y una gran fe en Dios, se pusieron en marcha con una generosidad increíble.
Solidaridad real, la de los muchachos de Don Bosco. No especularon. Sólo se fiaron del padre y, con él, pusieron su confianza en Dios y en la mediación materna de la Madre del Señor. No sabemos cuántos fueron ni sus nombres. Pero entre ellos estuvieron Miguel Rua, Juan Cagliero y Luis Anfossi, todos adolescentes entre los catorce y los diecisiete. Los tres, formarán parte, años más tarde del grupo que – con Don Bosco – fundará la Congregación Salesiana.
Ninguno de ellos fue golpeado por la enfermedad. Nadie se contagió. Se cumplió la promesa de Don Bosco. El trabajo de los chicos fue extraordinario. El periódico L’Armonia, dedicó una pequeña crónica a los jóvenes del Oratorio en su edición del 16 de septiembre:

“Animados por el espíritu de su padre más que superior, Don Bosco, se acercan con valentía a los enfermos de cólera, inspirándoles ánimo y confianza, no sólo con palabras sino con los hechos; cogiéndoles las manos, haciéndoles fricciones, sin hacer ver horror o miedo. Es más, entrando en la casa de un enfermo de cólera se dirigen a las personas aterrorizadas, invitándoles a retirarse si  tienen miedo, mientras que ellos se ocupan de todo lo necesario”.

Todos en la ciudad admiraron su valor y su entrega generosa. Y es que en la escuela de Don Bosco se aprende a hacer de la solidaridad un estilo de vida, de la fe la razón de la entrega y de la confianza en la Providencia un impulso apostólico y audaz. De tal palo, tal astilla.