A pesar
de los años y de la progresiva madurez de la obra de Don Bosco, éste no dejó
nunca de cuidar la “casa madre”. Valdocco estará siempre presente en su corazón
y aunque la mente y los sueños volaban lejos, su alma permanecía unida al
Oratorio y su anhelo pastoral lo mantenía en medio de sus jóvenes aunque
físicamente estuviese lejos y se prolongaran más de la cuenta sus ausencias de
Turín. En febrero de 1870, durante una de sus estancias en Roma, escribe a Don
Rua:
“Aunque en Roma no me ocupe
únicamente de la casa y de nuestros jóvenes, sin embargo mi pensamiento vuela
siempre donde tengo mi tesoro en Jesucristo, a mis queridos hijos del Oratorio.
Varias veces al día mi mente les hace una visita”.
Valdocco
vive un periodo de madurez y Don Bosco hace navegar la creciente Congregación
con las velas desplegadas. Nuevas fundaciones, nuevas fronteras, nuevos
proyectos. Su actividad es incansable y su industriosa creatividad parece no
tener límites. Su corazón, sin embargo, está en Valdocco.
Vale la
pena descubrir en estos años de expansión y desarrollo no sólo al Don Bosco
fundador e impulsor de una gran obra sino también al Don Bosco director y
animador espiritual del Oratorio. Aunque pasaba largos periodos fuera, cuando
estaba en casa se dedicaba en cuerpo y alma a la atención a las personas, a la
confesión, a la animación de los chicos, al acompañamiento de los salesianos,
al despacho de cuestiones domésticas… Aún cuando estaba ausente, su acción
inspiradora ejercía un influjo más que notable y su palabra era iluminadora
para sus más inmediatos colaboradores.
Don
Bosco fue siempre el alma del Oratorio. Hasta sus últimos días. Aún enfermo y
con pocas fuerzas, su actividad fue impresionante y su influjo decisivo. Ya
postrado y recluido en su habitación muchas horas al día, recibía aún visitas,
atendía asuntos de la casa, daba las buenas noches, confesaba… Para todos tenía
una palabra, un gesto amable, una indicación que tomar en consideración.
Para
muestra, un botón. Escribe su secretario personal, Don Viglietti, en su crónica
el día 10 de abril de 1886 (menos de dos años antes de su muerte):
“Esta mañana Don Bosco tuvo
muchas visitas (…) Después de comer, los jóvenes tuvieron un poco de alegría
con la actuación de la banda (…) Don Bosco dio a todos un dulce; los jóvenes no
cabían en sí de gozo por tener a Don Bosco con ellos. Papá está bastante bien, se
le han calmado los dolores y está muy contento”.
Las
actividades continuaron por la tarde recibiendo personas, pronunciando una
conferencia y recibiendo donativos. Don Bosco tenía setenta y un años y estaba
ya muy enfermo. Pero su corazón seguía latiendo y su latido era el de Valdocco.
Como lo había sido en las últimas cuatro décadas. Era su casa, su familia, la
tierra de la promesa hecha definitivamente realidad. Desde la atalaya de sus
muchos años y del largo camino recorrido aquel viejo sacerdote seguirá siendo
el alma de una heredad sólo concedida a los de corazón grande y mirada ancha.
Más allá de confines y de la muerte su espíritu, el espíritu de Valdocco,
seguirá dando vida a las casas salesianas de todos los tiempos.
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