En julio de
1846 Don Bosco enfermó gravemente. Una bronquitis aguda con inflamación de los
pulmones, unida al agotamiento y la debilidad lo llevaron a las puertas de la
muerte. Conocemos bien el episodio. El joven sacerdote no había cumplido
todavía los 31 años y comenzaba la obra de los oratorios con los pobres jóvenes
abandonados a su suerte en los arrabales de Turín. Se sentía, destrozado por la
enfermedad, a punto de acabar, aceptando encontrarse al final del camino y
preparado para el encuentro con el padre.
La noticia de su enfermedad comenzó
a extenderse como un reguero de pólvora por los talleres, las fábricas y los
andamios de la ciudad: “¡Don Bosco se muere!”.
Un número incesante de muchachos
desfilaban por los pasillos de El Refugio
de la Marquesa Barolo, donde Don Bosco tenía por entonces su habitación, para
preguntar por él e interesarse por su salud. Como el propio Don Bosco describe
en las Memorias del Oratorio, supo más tarde que aquellos jóvenes:
“Espontáneamente rezaban, ayunaban, iban a misa, comulgaban; se
alternaban pasando la noche en oración y el día delante de la imagen de María
de la Consolación. Por la mañana se encendían velas especiales y hasta bien
entrada la noche había siempre un gran número de chicos pidiendo a la Madre de
Dios que curase a su pobre Don Bosco (…) Me consta que bastantes muchachos
albañiles ayunaron a pan y agua durante semanas sin parar de trabajar…”.
Y el milagro se hizo. Aquellos
pobres jóvenes arrancaron de Dios la salud de Don Bosco:
“Dios
los escuchó. Era un sábado por la tarde y se creía que aquella noche sería la
última de mi vida: así decían los médicos que fueron consultados; yo estaba
también convencido de ello sintiéndome sin fuerzas y con pérdidas continuas de
sangre. Bien entrada la noche me entró sueño; me dormí y me desperté fuera de
peligro”.
Don Bosco estaba convencido de que
fueron las oraciones y el cariño de sus muchachos los que le devolvieron la vida. Así lo expresó en
numerosas ocasiones afirmando con emoción:
“Os debo la vida. De ahora en
adelante, todas mis fuerzas serán para mis queridos jóvenes”.
Una página conmovedora de nuestra historia que nos ayuda a comprender el inmenso cariño
de los jóvenes del Oratorio a quien experimentaban como un padre bueno y un
amigo incondicional que les había devuelto la esperanza en el futuro y la
confianza en sí mismos porque Dios los amaba.
Bien podemos decir que la vida de Don Bosco, que parecía haber llegado al
final, nos la han devuelto los jóvenes pobres del Oratorio con sus oraciones y
sacrificios rogando a Dios que lo curase. Aquellos albañiles y limpiachimeneas
desharrapados, siempre en el filo de la navaja de la marginalidad y la
exclusión social, lograron de Dios el milagro.
Estamos en deuda con los jóvenes abandonados y
en peligro; estamos en deuda con los últimos, con los más pobres. Don Bosco es
para ellos. Nosotros, sus hijos, les prometemos – como entonces en Turín – que
seguiremos en la brecha abriéndoles nuestras casas y nuestro corazón y
adelantando creativamente un futuro que muchos les niegan.
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