sábado, 26 de enero de 2013

El milagro de los pequeños albañiles


En julio de 1846 Don Bosco enfermó gravemente. Una bronquitis aguda con inflamación de los pulmones, unida al agotamiento y la debilidad lo llevaron a las puertas de la muerte. Conocemos bien el episodio. El joven sacerdote no había cumplido todavía los 31 años y comenzaba la obra de los oratorios con los pobres jóvenes abandonados a su suerte en los arrabales de Turín. Se sentía, destrozado por la enfermedad, a punto de acabar, aceptando encontrarse al final del camino y preparado para el encuentro con el padre.
            La noticia de su enfermedad comenzó a extenderse como un reguero de pólvora por los talleres, las fábricas y los andamios de la ciudad: “¡Don Bosco se muere!”.
            Un número incesante de muchachos desfilaban por los pasillos de El Refugio de la Marquesa Barolo, donde Don Bosco tenía por entonces su habitación, para preguntar por él e interesarse por su salud. Como el propio Don Bosco describe en las Memorias del Oratorio, supo más tarde que aquellos jóvenes:

 “Espontáneamente rezaban, ayunaban, iban a misa, comulgaban; se alternaban pasando la noche en oración y el día delante de la imagen de María de la Consolación. Por la mañana se encendían velas especiales y hasta bien entrada la noche había siempre un gran número de chicos pidiendo a la Madre de Dios que curase a su pobre Don Bosco (…) Me consta que bastantes muchachos albañiles ayunaron a pan y agua durante semanas sin parar de trabajar…”. 

            Y el milagro se hizo. Aquellos pobres jóvenes arrancaron de Dios la salud de Don Bosco:

            “Dios los escuchó. Era un sábado por la tarde y se creía que aquella noche sería la última de mi vida: así decían los médicos que fueron consultados; yo estaba también convencido de ello sintiéndome sin fuerzas y con pérdidas continuas de sangre. Bien entrada la noche me entró sueño; me dormí y me desperté fuera de peligro”.

            Don Bosco estaba convencido de que fueron las oraciones y el cariño de sus muchachos los que  le devolvieron la vida. Así lo expresó en numerosas ocasiones afirmando con emoción:

“Os debo la vida. De ahora en adelante, todas mis fuerzas serán para mis queridos jóvenes”.

Una página conmovedora de nuestra historia  que nos ayuda a comprender el inmenso cariño de los jóvenes del Oratorio a quien experimentaban como un padre bueno y un amigo incondicional que les había devuelto la esperanza en el futuro y la confianza en sí mismos porque Dios los amaba.
Bien podemos decir que la vida de Don Bosco, que parecía haber llegado al final, nos la han devuelto los jóvenes pobres del Oratorio con sus oraciones y sacrificios rogando a Dios que lo curase. Aquellos albañiles y limpiachimeneas desharrapados, siempre en el filo de la navaja de la marginalidad y la exclusión social, lograron de Dios el milagro.
Estamos en deuda con los jóvenes abandonados y en peligro; estamos en deuda con los últimos, con los más pobres. Don Bosco es para ellos. Nosotros, sus hijos, les prometemos – como entonces en Turín – que seguiremos en la brecha abriéndoles nuestras casas y nuestro corazón y adelantando creativamente un futuro que muchos les niegan.

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